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El Mosquete de Chispa, una escopeta de feria         

 

Mucho ruido y pocas nueces: en combate, sólo cinco de cada mil disparos daban en el blanco. Matar a un enemigo "costaba su peso en plomo"

 

La instrucción militar en orden cerrado está hoy en día obsoleta desde el punto de vista táctico, aunque conserva su utilidad en la instrucción básica. Sin embargo, las formaciones tácticas cerradas, la cadencia acompasada de la marcha y los movimientos simultáneos en la carga y disparo fueron indispensables con la generalización de las armas portátiles de fuego desde el siglo XVI hasta mediados del XIX. El manejo del fusil en época napoleónica -entre 1789 y 1815- explica bien las razones.

Desde principios del siglo XVIII habían cambiado bien poco los instrumentos básicos de la guerra: hombres y bestias desplazándose a pie por caminos embarrados o polvorientos, y armados con fusiles y cañones de avancarga. En particular, los fusiles con que se armaron los ejércitos napoleónicos, con llave de chispa o sílex, eran muy similares a los de todo el siglo anterior, y muy parecidos en todos los países europeos, aunque su calidad de fabricación variaba: los fusiles rusos tenían fama de estar mal fabricados, y los españoles eran particularmente robustos. Por otro lado, Inglaterra cedió o vendió centenares de miles de fusiles (el tipo llamado Brown Bess) y otros pertrechos militares a países como España, Portugal o Prusia, cuyos ejércitos a menudo combatieron vestidos y armados por fabricantes británicos.

 

MANIPULACIÓN COMPLEJA

 

El fusil de infantería medía unos 150 cm. sin bayoneta, y pesaba unos 4,5 kilos. La secuencia de carga y disparo era compleja, y requería durante la instrucción de los reclutas la repetición de una serie de movimientos hasta que pudieran ser realizados instintivamente en medio de la tensión y confusión del combate: he aquí, pues, la primera necesidad del orden cerrado. El soldado montaba el arma, descubriendo la cazoleta de la llave de chispa; luego extraía de una cartuchera colgada en bandolera un cartucho (llevaba unos sesenta); éste se componía de una bolsita cilíndrica de papel que contenía una carga medida de pólvora negra y una bala esférica de plomo de unos 30 gramos de peso y unos 17,5 mm. de calibre (diámetro). A continuación, mordía el papel, ponía horizontal el fusil y depositaba una pequeña cantidad de la pólvora del propio cartucho en la cazoleta, que se cubría con la cobija para evitar que se derramara.

Muchas cosas podían ir mal en este proceso, sobre todo si el soldado no estaba bien entrenado. Podía, por ejemplo, derramar la pólvora de la cazoleta, con lo que las chispas del pedernal no tendrían donde prender; podía, en la confusión del combate, meter dos o más cartuchos, y reventar el cañón; podía -y esto era frecuente- olvidarse de sacar la baqueta, y dispararla junto con la bala, con lo que el fusil quedaba inutilizado. Por eso se exigía siempre reintroducir la baqueta en el baquetero a cada disparo, pues si se clavaba en el suelo un súbito movimiento de la unidad podía hacer que se olvidara.

 

Llave de chispa o sílex de tipo español ("de miquelete"): (1) se

aprieta el disparador (2) el pie de gato baja,

(3) el pedernal golpea contra el rastrillo, produce la chispa que

prende la pólvora depositada en la cazoleta que (4) comunicada

por el oído con el cañón del fusil inflama, la pólvora del cartucho...

 

Además de los errores, los fallos mecánicos eran frecuentes: si el tiempo era lluvioso, el pedernal podía no inflamar la pólvora húmeda; si el sílex no estaba adecuadamente tallado o colocado no saltarían chispas (la robusta llave de miquelete española permitía que funcionara casi cualquier trozo de sílex); el oído, muy estrecho, podía obstruirse...

Además, la pólvora negra quemaba mal y, con los restos de la combustión y del papel de los cartuchos, el cañón acababa por obstruirse. En sus memorias, Jean-Roch Coignet, soldado de Napoleón, ofrece una solución de campo para este último problema: orinar en el interior del cañón, verter pólvora suelta y quemarla.

En estas condiciones, el disparo fallaba una de cada seis veces en condiciones ideales, y una de cada cuatro o peor en tiempo húmedo o en combates prolongados. En teoría, un soldado bien entrenado podía disparar cinco veces por minuto, pero en combate lo normal era un ritmo de dos o tres disparos por minuto, o menos, si el fuego se prolongaba. Además, el retroceso era brutal y podía dislocar el hombro: algunos soldados derramaban algo de la pólvora del cartucho, lo que disminuía el retroceso, pero acortaba drásticamente el alcance. Por todo ello era tan importante la primera descarga, cuando los fusiles estaban limpios, bien cargados, y no había humo que limitara o impidiera ha visibilidad.

 

UNA ESCOPETA DE FERIA

 

¿Qué eficacia real tenía este arma? Relativa. Carente de rayado en el ánima, la trayectoria de la bala era imprecisa y en condiciones de combate era imposible apuntar bien. Aunque el alcance teórico efectivo era de unos 200 metros, a más de 75 el tiro individual suponía desperdiciar munición. A más de 200 metros, el fuego de fusilería normal era ineficaz incluso en descargas masivas. La única forma de asegurar una cierta eficacia era agrupando una gran densidad de fusiles en un frente reducido, disparar en descargas lo más cerradas posible ya la menor distancia que permitieran los nervios de los soldados: 'cuando se vea el blanco de sus ojos'. Esta es la otra razón para las cerradas formaciones del siglo XVIII y principios del XIX: asegurar una cierta eficacia en el tiro de un arma inherentemente imprecisa.

En experimentos realizados en condiciones ideales sobre grandes blancos de tela, una unidad descansada y entrenada podía obtener un 50% de impactos a cien metros, y un 30%, a doscientos metros Pero la realidad del campo de batalla era bien distinta: salvo en casos muy especiales y recordados -como una primera salva a sólo 20 metros que consiguó un 30% de blancos-, lo normal era que a unos 200 metros sólo de un 3 a un 4% de los disparos realizados alcanzara a un enemigo, ascendiendo quizá al 5% a 100 metros.

Tomado en conjunto, distintos autores de la época calculaban que sólo de un 0,2% al 0,5% del total de balas disparadas en una batalla daba en algún blanco, y que para matar un hombre era necesario 'dispararle siete veces su peso en plomo'. Sólo por esa ineficacia podían tener ciertas garantías de avanzar y sobrevivir las compactas formaciones tácticas del período. No es de extrañar en estas condiciones que incluso en 1792 el teniente coronel inglés Lee, del 44 Regimiento, propusiera seriamente la reintroducción del arco largo (ver La Aventura de la Historia, nº 1, pág. 94) con argumentos sensatos: era más barato que el fusil, no más impreciso, tenía un alcance eficaz similar, no producía humo, causaba graves heridas en enemigos sin armadura y su cadencia de tiro era de cuatro a seis veces más rápida.

Sin embargo, el arquero necesitaba más espacio que el fusilero, un viento fuerte inutilizaba las flechas, y sobre todo costaba años entrenar a un arquero eficiente, mientras que los movimientos para el manejo del fusil podían enseñarse, mal que bien, en horas o días.

El gran calibre (unas seis veces mayor que el moderno), peso y maleabilidad de las balas de plomo, unidos a la baja velocidad del proyectil (unos 320 m/s.), hacían que este fusil tuviera un gran poder de detención y que causara heridas terribles. Además, los bajos niveles higiénicos, la práctica inexistencia de servicios médicos competentes -barón Larrey aparte y la inexistencia de antibióticos hacían que cualquier herida resultara peligrosa, por leve que fuera, y que la amputación de miembros sobre la marcha fuera el tratamiento de urgencia usual.

 

Fuente: Fernando Quesada Sanz para LA AVENTURA DE LA HISTORIA (marzo, nº5)